Es la vieja historia de la razón y el corazón. Las carreras de coches son algo irracional. Una rara manifestación cultural que pone la más científica y precisa investigación al servicio de una primitiva idea: correr más que los rivales. Las 24 horas de Le Mans es la más primitiva entre las carreras. No porque carezca de reglas, sino porque su idea toma la referencia en el cielo, en una era anterior a la propia máquina: “Corramos sin parar hasta que el sol vuelva a estar mañana en este mismo punto” Ese es el trato. Por eso todo lo que sucede durante el reto está tocado por emociones primitivas, la épica, la extenuación, el miedo o el arrojo. En sus 91 años Le Mans ha sido a veces la fábula de la liebre y la tortuga, dando la victoria a la paciencia frente a la explosiva velocidad; otras veces los elementos han dado o quitado victorias, como los dioses de una tragedia griega; y muchas veces el circuito de La Sarthe ha premiado la humildad y ha castigado la soberbia; Le Mans es siempre una epopeya. Desde que empezó el año, en las últimas 24 semanas, me he asomado a las 24 horas a través de algunos episodios de una historia casi inabarcable. Cuando el próximo domingo a primera hora de la tarde baje la bandera a cuadros, se habrá escrito otra tragicomedia en forma de carrera, con héroes, con villanos, con dioses imprevisibles y con un final que sabe tanto a éxtasis como a derrota. Porque nadie puede ganarle al tiempo.
Esta es una muy personal visión de las 24 horas. Tomándole prestado el título a Murakami, de esto hablo, cuando hablo de Le Mans.
La escala de la historia
A casi todo el mundo le atrae una leyenda, y desde luego