Tengo un dilema interesante y una confesión que hacerte. He conducido un muscle car de cuatro cilindros (ver prueba del Ford Mustang 2015) y me ha gustado. ¿Por qué no iba a gustarme? El del Mustang es un motor compacto, turboalimentado y suficientemente potente para sentir que hay mucha vida debajo del capó. Es un motor con un desarrollo incluso más lógico que el ofrecido por un V6 o un V8, en tanto logra una entrega de potencia muy contundente desde muy abajo, incluso a 1.500 rpm. Lástima que su sonido, edulcorado para acentuar sus graves, para asemejarse vagamente a un V8, sea poco convincente. El motor 2.3 Ecoboost de 317 CV es una delicia, un bloque que escogería en cualquier coupé europeo. Aún así, en un Ford Mustang, me parece poco menos que rechazar la oportunidad de escoger una experiencia completa. Prácticamente como viajar a Roma y no ver el Coliseo.
La filosofía de un muscle car aboga, por definición, por un motor grande y potente. Un bloque de cuatro cilindros es una alternativa racional, incluso recomendable, pero una experiencia incompleta para disfrutar de lo que de verdad es un muscle.
No me malinterpretes. No estoy diciendo que no recomiende este motor, es más, es probable que se lo recomendase a la mayoría de compradores que estén pensándose adquirir un Ford Mustang. ¿De verdad un conductor español va a necesitar un motor más grande y potente? ¿Cuáles son las prioridades del nuevo comprador que acudirá a una Ford Store para reservar un Mustang? ¿No serán sus prestaciones, su potencia, pero sobre todo su imagen?
El Sueño Americano, del que os hablábamos estos días en la prueba del Mustang, solo es completo con el motor que mejor encaja en la filosofía de este coche, un V8 atmosférico, contundente, sonoro, lineal, que haga temblar