Imaginad por un momento a ese chaval que acaba de sacarse el carné de conducir. Que conduce un viejo coche, de herencia familiar, por supuesto, de la década pasada. Ese chaval que acude a la universidad con un ojo puesto en el reloj, lamentándose de cada semáforo que se torna rojo a su paso, porque salir 5 minutos más tarde de casa significa pedir una tregua al despertador, 5 minutos más metido en la cama. Ese chaval que tumba la L en la bandeja sobre el maletero, para evitar que los veteranos se ensañen con él, y justifica ante los agentes que la ventosa se despega. Imaginad por un momento que comienza a llover, lo suficiente para que los profundos hoyos del mal pavimentado asfalto de los aparcamientos de la universidad se cubran con cuatro dedos de agua. Y en ese momento en el que gira la dirección se encuentra con que su coche no cambia de trayectoria, se mantiene en línea recta, y todo lo que ve delante de sus narices es el parachoques y la enorme bola, para el remolque, de un coche mal estacionado. Sin duda, el peor día para comprender la importancia de esos cuatro aros de goma de su coche.
Con un vetusto sedán económico, sin ABS, ni la mayoría de las ayudas que hoy damos por sentado ha de llevar un coche. Novel, pero aún aprendiendo a conducir. En tanto friki de los coches, vigilante del nivel del aceite, cuidadoso en el mantenimiento del motor, pero más preocupado por estrenar unos altavoces Pioneer en los que escuchar su música, que en la importancia de invertir en elementos básicos para su seguridad, como los neumáticos. A fin de cuentas, por aquel entonces, probablemente pensase – como la mayoría – que los controles de estabilidad no eran