Son malos tiempos para la lírica, y aún peores para moverse en coche. A menudo me gustaría tener un barco gigante, y mucho dinero, para representar el relato del Arca de Noé, y alojar una pareja de coches de cada especie, antes que el diluvio universal acabe con todos ellos. Y es que, nos guste o no, la industria del automóvil jamás volverá a ser la misma, y muchos coches que hoy nos encantan probablemente tendrán que reinventarse. Lo hemos visto con el downsizing, los turbo, y los cambios automáticos, pero en ese diluvio que nos espera aún no ha comenzado más que a chispear.
El peso de los combustibles fósiles en nuestros coches ha de reducirse progresivamente, quizás hasta desaparecer.
El escándalo de los diésel, escenarios de alerta por contaminación que estamos viviendo en las grandes ciudades son el preludio de algo peor, de una situación en la que muchos rincones estarán vetados para los coches contaminantes, y para que los pocos que resistan en él tengan que enfrentarse a unos costes tan elevados que sea difícil permitirse tal cosa.
Irremediablemente tenemos que asumir que el futuro pasa por algún tipo de electrificación, por la movilidad de cero emisiones, o motores térmicos con algún tipo de apoyo eléctrico.
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Al menos en Estados Unidos, las cuentas salen, y son muy favorables para el Tesla Model 3 frente a otras berlinas no eléctricas.
En cualquier caso, cuando hablamos de este escenario catastrofista, quizás nos estemos olvidando de otra teoría muy interesante. Para entonces es posible que el coche eléctrico haya llegado a un punto en que, por sus cifras (autonomía y tiempos de recarga) y su precio (con el abaratamiento de las baterías), sea mucho más barato y recomendable un eléctrico que un diésel o un gasolina, y no existan