¿Te animas este año a venir a las 24 Horas de Le Mans?
Lo pensé durante medio momento. Viajar hasta París en avión, luego hasta la villa de Le Mans en tren de alta velocidad, coger los coches, arrancar a primera hora del jueves, vivir el ambiente que rodea a las 24 Horas de Le Mans, tanto de día como de noche, olvidar lo que significa dormir cuando uno tiene sueño y morir de extenuación tirado en cualquier rincón al acabar. ¿Qué podía salir mal?
Acepté la invitación, claro.
Lo primero que llama la atención de las 24 Horas de Le Mans es la capacidad de todo un pueblo para cambiar de aspecto por unos días, emplear a cientos de sus habitantes en el circuito, y soportar de manera estoica las desventajas que se contraponen a las ventajas de haberse convertido, por derecho propio, en una de las más impresionantes mecas del Motor.
Le Mans es una villa que ha sabido hacerse un nombre gracias a la proyección que le ha dado este encuentro anual con la competición que arrancó en 1923 y que únicamente se vio interrumpido por una huelga llevada a cabo en 1936 y por la Segunda Guerra Mundial. Mientras dura la cita reina con el Campeonato Mundial de Resistencia, la villa de Le Mans, candidata a patrimonio mundial de la Unesco, en ocasiones llega a triplicar su población de 150.000 habitantes y adapta parte de sus carreteras para que formen parte del circuito de la Sarthe.
En esta edición se han recontado 263.500 espectadores, algunos de ellos ciertamente extraños. Y a estos hay que sumar toda la tribu del evento, con sus pilotos, sus mecánicos, sus ayudantes, sus ingenieros, los periodistas, los responsables de Comunicación de las marcas, los cocineros, los encargados de mantenimiento y recogida de basuras,