Smog, es una palabra anglosajona, creada por la fusión de smoke y fog, humo y niebla. Un término muy adecuado para definir a la contaminación atmosférica, en concreto la causada por la industria, las calefacciones y el tráfico. Aunque el término fue acuñado por un periodista británico a principios del siglo XX, en 1952, “smog” pasó a convertirse en una palabra amenazadora y peligrosa. Entre el 5 y el 9 de diciembre de 1952, el “Great Smog” de Londres se cobró la vida de aproximadamente 4.000 personas. Fue sólo entonces cuando se tomaron medidas con el objetivo que nunca se repitiese una situación similar.
Se estima que los efectos del Great Smog de Londres provocaron en torno a 12.000 muertes prematuras en los siguientes 6 meses.
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Londres era una ciudad ya acostumbrada al smog. Tras la Segunda Guerra Mundial, se levantó el racionamiento de combustibles y el parque móvil comenzó a renovarse. La industria volvió a la vida, y volvió con fuerza. Sin embargo, era un país aún en recuperación, que buscaba aliviar sus cuentas nacionales exportando carbón de gran calidad a todo el mundo. Los habitantes del país, y sus centrales térmicas – que generaban prácticamente toda la energía eléctrica, y funcionaban en su totalidad con carbón – se veían obligados a usar carbones de baja calidad, menor poder calorífico, y alto contenido en azufre.
Unos días antes del Great Smog, las temperaturas habían descendido de forma notable, lo que motivó a muchos hogares a encender sus calefacciones. Hace 65 años, la “calefacción” de las casas era en la mayor parte de casos, una chimenea alimentada con carbón. Durante varios días, la atmósfera londinense se llenó de partículas contaminantes, restos de azufre y químicos en suspensión. Fue entonces cuando un anticiclón se situó sobre Londres, provocando