Cuando los primeros coches eléctricos arribaron a nuestras vidas lo primero en que nos fijamos fue en su discreta autonomía. De primeras nos llevamos un pequeño chasco, pues algunos escasamente superaban la centena y media de autonomía real. Este rango de utilidad ya lo alcanzaban los primeros coches eléctricos de la historia que datan de los primeros años del Siglo XX.
Con el paso del tiempo la tecnología que se esconde dentro de sus baterías ha evolucionado a pasos agigantados. Sin embargo, su mejora no ha tocado techo en eficiencia, pues los ingenieros de las marcas de coches no dejan de buscar nuevos componentes para mejorarlas. Las actuales baterías que montan los coches eléctricos aún son caras, tienen un peso relativamente medio alto y presentan un número limitado de ciclos de carga.
Sin embargo, parece que estos problemas pasarán a mejor vida en una década. Ya os contamos sobre las baterías que podrán incorporar en su interior grafeno, pero también existen otras soluciones. Según investigadores de varios centros el futuro está en la reacción que se produce entre el litio y el aire, o mejor dicho el oxígeno gaseoso almacenado dentro de la batería.
Los primeros prototipos hablan de la solidez de estas baterías pues no contienen líquidos, gases o elementos químicos inestables que puedan inflamarse. Al no provocar un incendio en según qué circunstancias son mucho más seguras que las actuales. Además, mediante la asociación del litio y el aire se mejora la densidad energética pues podrían alcanzarse ratios de entre 1.700 Wh/kg y 2.400 Wh/kg.
Otra de las ventajas que tienen estas nuevas baterías frente a las actuales es que conservan mejor y durante más tiempo la carga eléctrica que haya en su interior. Con todo, pueden superar los 600 kilómetros de autonomía entre recargas. Además, el efecto memoria no existe