A principios de los años 90, Porsche era una empresa completamente diferente a la gigantesca corporación que es hoy en día. Su gama de modelos era muy limitada, y en el año 1993, sus ventas cayeron por debajo de las 14.000 unidades – hoy en día superan los 200.000 coches anuales de forma holgada. Con todo, era una marca muy comprometida con la competición, y que dedicaba una parte importante de sus escasos fondos al desarrollo de coches. A pesar de estar al borde de la quiebra, sacaron fuerzas de flaqueza, e iniciaron un ambicioso programa de carreras-cliente, enfocado a la recién creada categoría GT2 de la FIA.
En 1993, Porsche recurrió a los servicios de consultoría de Toyota para reorganizar su producción y volver a la senda de los beneficios. Un profundo cambio de mentalidad.
Por aquél entonces, los 993 eran el núcleo duro de la gama Porsche 911, los últimos deportivos refrigerados por aire de la marca de Zuffenhausen. Vamos a hacer un pequeño viaje en el tiempo, al año 1995. Antes de que Porsche lanzara al mercado los “heréticos” 996 refrigerados por agua, los revolucionarios Boxster, y antes de que el cambio de mentalidad productiva impulsado por Toyota cambiase para siempre a la pequeña empresa. Fue en 1995 cuando Porsche lanzó al mercado tres deportivos en los que el rendimiento en pista era lo único que importaba: los Porsche 911 Carrera RS, Carrera RSR y GT2.
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Porsche 993 GT2 (1995): el pecado original
Como os anticipaba en la entradilla del artículo, Porsche necesitaba homologar un 911 para competir en la categoría GT2 de la FIA. Su idea era utilizar como base al Porsche 993 Turbo, pero la normativa de la FIA prohibía expresamente el uso de la tracción integral. Porsche decidió que la mejor aproximación