Las marcas de automóviles no son entes independientes, en continua lucha por ganar terreno en el mercado y en las intenciones de compra de los clientes, sin relación entre ellas. Lo lógico, e incluso diría que saludable, es que exista una relación fluida entre las marcas, a menudo dirigida por lobbys y asociaciones sectoriales. Esas relaciones en ningún caso implican un acto ilícito, salvo que se hayan empleado para incurrir en prácticas consideradas ilegales por los organismos que regulan este tipo de comportamientos, prácticas como los pactos de precios. Al parecer esa es la línea de las acusaciones que pesarían sobre algunos fabricantes alemanes, el de haber formado un cártel para llevar a cabo una estrategia común, según los medios alemanes referente a una serie de componentes de sus coches, y romper con las leyes que regulan la libertad del mercado. De momento nadie sabe qué ha sucedido, y si efectivamente ha habido un cártel, lo que sí sabemos es que exista cártel, o no, la relación entre los fabricantes alemanes podría acabar seriamente dañada.
Asumiendo que no ha existido cártel, los fabricantes han de ser cada vez más cautelosos con las relaciones con su competencia. Autoridades, como el departamento de Competencia y Cárteles de la Comisión Europea, vigilan muy de cerca a la industria del automóvil. De hecho, esa vigilancia se ha intensificado con los últimos escándalos que atañen a los diésel y a las tecnologías empleadas para reducir las emisiones de NOx, o manipular el resultado y obtener una homologación favorable.
Estos días, el Sueddeutsche Zeitung alemán (ver noticia en Automotive News) hablaba de una ruptura en las relaciones de BMW con Daimler (Mercedes-Benz en proyectos tan importantes como el desarrollo de la infraestructura de carga de eléctricos. Y este es precisamente un ejemplo perfecto acerca de por qué los