El Mundial de Resistencia está pasando por una de sus mayores crisis. Después de que Audi y Porsche abandonaran la categoría LMP1, los primeros a finales de 2016 y los segundos un año más tarde, Toyota se quedó sola con los equipos privados. Siendo los únicos dispuestos a afrontar los enormes gastos que suponen tener un programa en la categoría reina del WEC, era obvio que se precisaba de una solución. Con un espíritu muy noventero y recordando a los maravillosos GT1, la FIA sacó en diciembre la tan ansiada normativa de los Le Mans Hypercars (aunque con muchas lagunas). Con este cambio se esperaba atraer a más marcas y en efecto sucedió, pues Aston Martin y Peugeot anunciaron que estarían presentes en esta nueva categoría.
Los británicos acompañarían a Toyota en el primer año, mientras que los franceses, con el apoyo de Rebellion y de Oreca, se sumarían para la segunda campaña. Todo esto llegó muy de corre prisa y las marcas se quejaban de que a falta de siete meses para tener que homologar los coches, no tenían información suficiente para poder presentar proyectos sólidos. Fue entonces cuando, durante las 24 horas de Daytona, se produjo el tan ansiado anuncio por muchos. La fusión entre el IMSA, el campeonato de resistencia norteamericano por excelencia y el WEC era una realidad. Compartiendo una plataforma global, con los Le Mans Hypercars por el bando «europeo» y los nuevos Le Mans Daytona hybrid por el «americano», todo pintaba muy bien… ¿o no?
Los LMDh, una plataforma más asequible
La fórmula DPi funcionó desde el primer momento. Cadillac, Nissan, Mazda y posteriormente Acura se subieron al carro, con unos prototipos que tenían un coste relativamente bajo, utilizando los chasis de los LMP2 pero pudiendo realizar mejoras aerodinámicas y en el sistema de propulsión, era una