Cuando pensamos en motores de ocho cilindros en línea, pensamos casi inevitablemente en coches anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Pensamos en marcas como Studebaker o Packard, pensamos en coches de competición como los Mercedes W125 o aquellos coches diseñados para batir récords de velocidad sobre tierra. Desde luego, no pensamos en coches convencionales de los años noventa. Pero en un universo paralelo, Ford habría rescatado estos motores, construidos de forma completamente modular, y los habría usado en coches de tracción delantera. Tal y como lo oyes.
Antes de entrar en harina, un poco de historia. Los motores de ocho cilindros en línea nacieron en el mundo aeronáutico, durante la Primera Guerra Mundial, y no fue hasta los años veinte cuando aterrizaron en el mundo del automóvil, en parte a causa de la experiencia desarrollada por los fabricantes durante el conflicto. Eran motores complejos y de carísima producción, por ello, fueron empleados principalmente en coches de lujo. Entre sus ventajas, un funcionamiento extremadamente suave y equilibrado, y un gran par motor a un régimen de giro bajo.
En coches de preguerra, los ocho en línea eran señal de prestigio y lujo.
Un motor de ocho cilindros en línea es un motor muy largo, algo que obligaba a los productores de coches a instalar larguísimos capós. El equilibrado de su cigüeñal y sus árboles de levas era vital para un buen funcionamiento del mismo. Tras el conflicto, la disponibilidad de gasolinas de mayor octanaje sacó a relucir algunas debilidades de estos motores en cuanto a fiabilidad con altas relaciones de compresión. Pero no fue esa la causa de su «muerte», fue el imparable ascenso de los V8, mucho más compactos, mucho más sencillos y sobre todo, mucho más baratos de producir.
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