La industria estadounidense del automóvil ha vivido tiempos mejores. Los 3 grandes de Detroit disfrutan actualmente de una buena situación económica y abundancia de fondos, pero las cosas no siempre han sido así y la industria americana no goza de la salud y gloriosa hegemonía de antaño. En 2009 tanto General Motors como Chrysler sufrieron procesos de quiebra y reestructuración, con una Ford que se tambaleó peligrosamente pero que supo capear el temporal. Detroit, sede de las tres marcas, es el ejemplo viviente de la decadencia de una industria cuya adaptación a los tiempos modernos ha sido traumática, llevando a la ciudad del olimpo de la industria a un ruinoso agujero asediado por el crimen.
De apenas trescientos mil habitantes en el año 1900, la población de Detroit se había multiplicado por seis, sólo 50 años después.
Una ciudad cuya población se encuentra a niveles de los años 50, con la mayor tasa de crimen per cápita de todo Estados Unidos, donde uno de cada tres habitantes vive bajo la línea de la pobreza. Edificios antaño relucientes y orgullosos, hoy abandonados y al borde del colapso, teatros de inspiración barroca usados como parkings y viviendas consideradas de lujo que se subastan por un puñado de dólares. Pero este es un análisis muy simplista. Para conocer el presente de Detroit hay que conocer el pasado y la evolución de la industria – un corazón industrial más bien – automovilística. Todo comienza con el lanzamiento del Ford Model T y los primeros acordes de organización industrial. Hablamos de la cadena de montaje y la integración vertical en la producción de automóviles.
Réquiem por un sueño
Ford construyó a principios del pasado siglo la gigantesca planta productiva de River Rouge, integrada verticalmente, desde la recepción del mineral de hierro hasta el coche terminado. Un sueño