BMW estuvo a punto de desaparecer en los años 50. Sí, como lo lees. Después de haber sobrevivido a la II Guerra Mundial la compañía bávara contempló como una de sus principales fuentes de ingresos, las motos, perdían fuelle. Para compensarlo lanzaron el Isetta (1954) y el BMW 600: ninguno caló en el público, ni siquiera cuando estiraron (literalmente) el segundo para intentar hacerlo más grande. La clave llegó cuando iban a cambia de década: el BMW 700, un modelo sin su característica parrilla, les salvó de la quiebra.
El escenario elegido para su puesta de largo fue el Salón del Automóvil de Fráncfort de 1959 y, allí, un pequeño grupo de periodistas contempló por primera vez un modelo con carrocería monocasco que medía 3,540 metros de largo y 1,270 de alto. Su distancia entre ejes era de 2,120 metros y el peso en seco no llegaba a los 600 kilos. Un conjunto de cifras que tenía por objetivo proporcionar un correcto rendimiento y una aceleración.
Con el BMW 700 la marca dejaba atrás su fatídico paso por el mundo de los coches pequeños de la mano del Isetta y del BMW 600