La última fiesta de Le Mans fue la más divertida de los últimos años. La nueva normativa prometía, menos caldo a consumir y más complejidad técnica para los participantes. Tres contendientes con posibilidades al título, una escuadra Toyota, crecida tras sus victorias en el campeonato de resistencia; y un nuevo aspirante, Porsche, que ha llegado para ganar. Y como toda buena fiesta que se precie de serlo, acabo en desmadre, con muchos vasos rotos, incluidos los del campeón. Pero la fe en su estrategia, y su forma de actuar ante los imprevistos, fueron más que suficientes para dar un nuevo título – y ya van 13 – a los de Ingostadt.
El profano podría pensar que la dominación absoluta durante más de quince años por un mismo fabricante debería abocar a las 24 Horas de Le Mans al desencanto del seguidor, al aburrimiento. Y lejos de ser así, asistimos a una carrera de esas que crean afición. Audi se encontró con una prueba muy complicada, con un coche destrozado en la clasificación y horas extra para los mecánicos de madrugada, con averías tempranas y, sobre todo, con dos huesos muy duros de roer.
Toyota se creyó campeón, pero las averías y los accidentes dictarían sentencia
Toyota fue capaz de dominar la mayor parte de la carrera, mantener la presión de los Audi. Pero con un único coche con aspiraciones a la victoria, un problema eléctrico acabó con sus aspiraciones.
Toyota salió a ganar. Mantuvo distancia con sus rivales, impuso ritmo y logró colocar al coche número #7 en la vanguardia, mientras sus rivales y su coche número #8 lo pasaban realmente mal, sacrificando buena parte de sus opciones entre las averías y las inclemencias del tiempo, con esos repentinos aguaceros que a menudo llegan sin avisar en la región de La Sarthe. Y justo