La situación en la que se encuentran muchas grandes ciudades españolas en los últimos meses, y en los últimos años, con episodios de contaminación tan graves que amenazan realmente nuestra salud y obligan a establecer restricciones al tráfico, merece un poco de autocrítica. Podemos culpar a nuestros gobernantes de no haber actuado a tiempo, de habernos convencido de que comprásemos coches que no eran tan limpios como decían, de haber facilitado con sus políticas que a menudo no exista modo más lógico de llegar a nuestro trabajo que el vehículo privado, apoyando que vivamos en ciudades a decenas de kilómetros de nuestro trabajo. ¿Pero no deberíamos también reflexionar y culparnos a nosotros mismos por el uso que hacemos y haremos de nuestro coche?
Las ciudades europeas no han sido concebidas para que el coche sea necesario hasta para ir a comprar el pan
En Europa hemos asumido una función del automóvil propia de Estados Unidos, en donde es cierto que existen muy pocas alternativas más efectivas que desplazarse en coche privado. Pero nos hemos olvidado de que el urbanismo en Europa es bien diferente del que disfrutan al otro lado del Atlántico, donde las ciudades han sido diseñadas, por suerte, o por desgracia, para las necesidades del automóvil y, no solo eso, para las necesidades del transporte privado. Y donde el transporte público es en muchos casos, si bien es cierto que no en todos, una opción factible para el ciudadadno y, sobre todo, sostenible.
Basta contemplar como entre las ciudades más pobladas de los Estados Unidos es imposible – salvo alguna excepción, como San Francisco – encontrar ciudades con una densidad de población superior a los 5.000 habitantes por kilómetro cuadrado. Cifras que se superan, y con creces, en las capitales españolas más pobladas. En L’Hospitalet de Llobregat viven 53.119 personas por