Abandono a cinco minutos del final en 2016, espíritu de superación, victoria en Fuji, promesa. Nueva temporada, dominio, confianza, récord en Le Mans, primera victoria… ese pudo haber sido el final. Debió haber sido ese final. Pero no lo fue. En lugar de un sensacional triunfo después de 24 horas de esfuerzo y un año de pelea tanto contra sus rivales como contra ellos mismos, Toyota se quedó con una enorme catarsis y la sensación de haber caído víctima de su propia maldición de Le Mans. En un momento dado, la pelea era de tres coches japoneses contra uno alemán y una victoria que se decantaba ligera y brevemente a favor de los primeros. En su lugar, la única recompensa es un top 10 para el superviviente coche número 8.
Una derrota que duele. Es innegable. Prácticamente a cualquier aficionado al automovilismo con una brizna de empatía le debe doler. No porque deba ganar Toyota, claro. Sino porque hay maneras y maneras de ser derrotado. No es lo mismo pelear hasta el final y que el otro gane que estar en cabeza y quedarse sin victoria por problemas técnicos. Sí es cierto que en ambos casos el resultado final es, simplificando mucho, el mismo: no hay victoria. Pero las sensaciones son distintas. Si el rival hace un mejor trabajo, se le felicita y se va uno a casa con la cabeza alta. Ha llegado a la línea de meta y si no ha ganado, era por falta de rendimiento -y todo lo que ello implica- pero cuando la fiabilidad entra en la ecuación, la crueldad de Le Mans aumenta exponencialmente.
Toyota perdió la edición de 1994 por problemas en la caja de cambios a pocas horas del final, cuando lideraban la carrera. En 1998 todo se fue al garete cerca de una