Cuando en 2015 se destapaba en Estados Unidos el fraude que durante años se había estado cometiendo en los diésel del Grupo Volkswagen, únicamente estábamos ante los primeros episodios de la formación de una tormenta perfecta que acabaría colapsando en todo el mundo, afectando de una u otra forma a todos los fabricantes y que, en ultima instancia, transformaría a la industria del automóvil tal y como la conocíamos hasta hace muy poco. El diésel está tocado en Europa, pero no hundido. Eso es al menos lo que piensan los fabricantes y las autoridades alemanas que se han confabulado para evitar un desenlace para muchos irremediable, el fin de los diésel.
El escándalo de Volkswagen hizo que, en ocasiones con justicia, y en otras no tanto, toda la industria se enfrentara al escrutinio de la opinión pública. Los ciudadanos, demandaron de sus gobernantes mano dura, y los episodios de contaminación sufridos en las grandes ciudades europeas no hicieron otra cosa que acelerar la imposición de medidas tan drásticas como restringir el tráfico. Los gobernantes tienen que actuar, y la preocupación medioambiental es un tema que a la larga se amortiza electoralmente. Alemania celebrará en septiembre unas elecciones federales en las que se elegirán los 630 diputados del Bundestang, que a su vez elegirán al canciller para los próximos cuatro años.
La preocupación medioambiental está cada vez más en la agenda de los partidos políticos alemanes, los “verdes” gobiernan o influyen en coaliciones con otros partidos, y se espera que los gobernantes establezcan restricciones a los coches más contaminantes
Los fabricantes alemanes siguen encontrando en el diésel uno de sus feudos más importantes, una de las razones por las cuales han alcanzado una posición privilegiada a nivel internacional. En el diésel han invertido ingentes cantidades de dinero en los últimos años. Con lo cual,