Vivimos en un puente en lo que al diseño de coches se refiere, consecuencia de la gran disrupción de la automoción que ocurrirá en los próximos años, primero con el salto a la electrificación y después con la conducción autónoma total, una década histórica por delante que por fuera afectará también al rediseño funcional de sus carrocerías y a la propia concepción del coche como medio de transporte.
Cuando veamos la eliminación del volante y por tanto la supresión de la figura en torno a la cual el diseño del automóvil ha girado desde que las primeras cuatro ruedas de un modelo de combustión interna, hace ciento treinta años, rodaron por los adoquines alemanes, tendremos que ser conscientes de que ese vehículo ya no será un coche, sino otra cosa.
Pero de momento la industria parece haberse puesto de acuerdo en perpetuar el aspecto y por tanto el diseño de lo que hoy conocemos por coche, por miedo probablemente a llegar a ese valle inquietante que en robótica explica el rechazo que sentimos hacia el semblante humano de los robots, lo que en el entorno marketing sería el miedo a comprar algo que no fuese un coche, con un mercado tan acomodado alrededor de la conducción convencional.
Y es que del concepto de carruaje de caballos al automóvil de hoy en día, para un diseñador, son trescientos o cuatrocientos años mal aprovechados. Carrocerías siguiendo líneas poco claras, vendiendo el diseño como algo meramente estético y lo que es peor, fruto de caprichos marcados por modas o arrastrando funcionalidades del pasado: es incomprensible que tengamos que aprender a conducir cambiando de marchas, una tecnología obsoleta equiparable a que tuviésemos que encender el ordenador o usar el teléfono conectando e intercambiando clavijas bajo la falsa poética de disfrutar de su uso.
La evolución en