Reirse de los problemas propios está bien, pero cuando es una marca de coches la que lo hace, llama la atención. En el año 1997, Mercedes apostaba por el comienzo de una nueva etapa en su historia con el lanzamiento del por entonces revolucionario Clase A, el primer modelo urbano de la marca con 3,5 metros de largo. Pero un alce se cruzó en su camino aguándoles la fiesta, precisamente el mismo alce que el viernes pasado nos daba la bienvenida a la presentación del nuevo Mercedes-Benz Clase A 2018.
Mercedes había sido históricamente una marca de grandes coches, en el sentido más literal de la expresión. La imagen y reputación de la marca de la estrella se había labrado a base de grandes berlinas, lujosos todoterrenos como el Clase G, coches de representación, entre los que los 190 y posteriormente los Clase C fueron durante muchos años las propuestas más asequibles para una persona normal.
Por ello, cuando Mercedes apostó por meterse en un segmento como el de los coches urbanos, a nivel de imagen de marca la apuesta era arriesgada. Su producto debía ser lo suficientemte bueno como para mantener el status labrado a lo largo de los años en segmentos superiores, ser capaz de convencer a nuevos clientes que nunca habían considerado tener un Mercedes y lo más importante de todo, ser capaz de hacer que los clientes de la marca no sintiesen que la imagen de marca de su coche perdía su esencia cuando llegasen a un semáforo y viesen al lado un Clase A que costaria la mitad o la cuarta parte que su coche.
Sin duda una apuesta arriesgada que comenzó a fraguarse con la presentación del «Vision A 93» en el Salón de Frankfurt de 1993. Se trataba del embrión que daría origen al primer modelo