Vivimos en un momento de incertidumbre pero sobre todo de mensajes contradictorios. El Gobierno, e incluso la Unión Europea, están marcando las pautas de un proceso en el que el motor de combustión interna ha de desaparecer progresivamente. No es un proceso rápido, que se vaya a producir en unos años, sino que será una adaptación que se prolongará a lo largo de las próximas décadas. Mientras tanto, el diésel se ha convertido en el enemigo de las ciudades. O al menos eso es lo que nos hacen ver. Y mientras tanto la industria alerta de las consecuencias de prohibir el diésel, y la gasolina, ¿pero de verdad sería una catástrofe?
La prohibición del diésel: ¿una catástrofe? ¿para quién?
Estos días se pronunciaba el presidente de Repsol, Antonio Brufau, pidiendo una “transición energética que evite destruir las tecnologías que funcionan”, refiriéndose al diésel y la gasolina y, sobre todo, alertando que “las consecuencias pueden ser catastróficas para la economía, el empleo, y la industria de nuestro país” (ver noticia en Europa Press).
Lo primero que hemos de entender, aunque resulte obvio, es que el presidente de una compañía como Repsol es juez y parte en un asunto como este. Las compañías energéticas dedicadas a los hidrocarburos ya han comenzado a diversificar su negocio, se están convirtiendo en proveedores de suministro eléctrico, y asociando estos servicios al suministro de carburantes – por ejemplo mediante descuentos. También están apostando por la instalación de puntos de recarga de eléctricos, me atrevería a decir que tímidamente, e incluso invirtiendo en servicios de coche compartido.
El presidente de Repsol mencionaba algo que ya está alertando la industria del automóvil, que “las consecuencias [de la prohibición del diésel y la gasolina] pueden ser catastróficas para la economía, el empleo y la industria de nuestro país”
Los riesgos del fin del diésel